Dr. Gustavo D. Perednik
¿Quiénes eran aquellos a los que la elegía de Antoni Slonimski se alude como poetas zapateros, peluqueros trovadores y casamenteros filósofos? Era la gente del shtétel: aquellas aldeas que anidaron en la “zona de residencia” en la que los judíos tenían permitido habitar, y en las que hasta la Shoá floreció la cultura ashkenazí. Un ensayo de hace unos años de tres antropólogos norteamericanos sostuvo que un aislamiento genético que duró ocho siglos causó la que denominaron Historia Natural de la Inteligencia Ahkenazí. Cabe plantear si en efecto los habitantes de los shtétlaj eran especialmente inteligentes.
Características que les fueron proverbiales incluían la humildad, la superstición, la resistencia a la modernidad, la fe incólume.
Los judíos de Rusia y Polonia en el siglo XIX y primera parte del XX hablaban en ídish y en hebreo. Ejercían habitualmente los oficios de lecheros, cocheros, zapateros, sastres y vendedores ambulantes; se dedicaban a sus carnicerías, pescaderías y tiendas. Les estaba prohibido tener tierras y tampoco podían ser funcionarios estatales. Les restringieron su ingreso a las universidades y aún a las escuelas secundarias. Por muchos años, millares de ellos morían en la indigencia, incluso por inanición.
Nada de lo antedicho era garantía de su inteligencia. Sí lo fueron dos factores que los acompañaban: su alfabetización generalizada y su resiliencia ante el sufrimiento.
Fieles a la tradición judía, sabían leer y escribir. Recordemos que en 2009, cuando el historiador Guershon Galil de la Universidad de Haifa logró descifrar enteramente la estela en hebreo más antigua existente, mostró sin habérselo propuesto que el pueblo hebreo portaba una cultura de avanzada ya hacia el siglo X aec. La mentada estela, grabada en el lenguaje de los profetas, incluye ocho palabras que sólo existen en idioma hebreo.
Las generaciones de judíos aprendieron a leer porque su Torá se los ordenaba. Y el medio en general los maltrataba. Se les golpeaba con frecuencia, se les escupía, abochornaba, se los asesinaba y se profanaba sus sinagogas y cementerios. No solamente durante los pogromos, ni exclusivamente los cosacos incitados a la violencia, sino también los pendencieros de turno que decidían divertirse agrediendo a los judíos, bajo la tolerancia de la policía y de la clerecía Ortodoxa Oriental. El destruido mundo del shtétel fue un arquetipo de la resiliencia humana.
Será por todo ello que ese tipo de “ídishkait” tuvo su Era de Oro en términos culturales. Albergaron incluso escuelas de música en las que muchos niños aprendían violín desde temprana edad, y en las que se producían para ese instrumento composiciones judaicas originales. En 1980, el musicólogo Vitally Zemtsofsky localizó a uno de aquellos violinistas “graduado de los conservatorios” del shtétel.
Por encima de todas estas características que los definieron, eran ellos mismos; sin autojustificaciones ni comparaciones. La vida se vivía; no se analizaba. En contraste con la Alemania de "Ein Jude zu Hause, und ein Deutscher in draussen", el shtétel era genuino, adentro, afuera, y desde todas sus aristas sin vericuetos ni huidas de identidad.
No estuvieron en las tormentas de ideologías que sacudieron a los judíos de Europa Occidental. Para el israelita del shtétel había estudio de la Torá, había autoridad del rabí, había debate y educación. Constituyeron un gueto sin muros.
Eran más sabios que los campesinos polacos cuyos campos a veces debían supervisar contratados por la aristocracia local. Por eso muchas veces el campesinado polaco lo veía como a un opresor.
Con todo, en Polonia, mucho más que en Rusia, se generó una corriente de opinión que los apreciaba. El máximo poeta polaco, Adam Mickiewicz, trazó una semblanza positiva del judío en Yankiel, el querible vendedor de su poema épico de 1834.
Más de un siglo después, la idealización del judío del shtétel llegó a su clímax en una obra que conquistó Broadway y fue la primera en abordar allí un tema de profunda seriedad. Su título es una metáfora perfecta: El violinista en el tejado, que evoca la fragilidad de una existencia refulgente de optimismo, que invita a la activa búsqueda de creatividad y armonía. Así lo entendieron quienes hace medio siglo adaptaron la comedia de Scholem Aleijem Tevie y sus hijas y mostraron al judío que, en el remolino de la historia, se encarna en un músico simple que se esfuerza en destilar melodías, a pesar de una precaria ubicación. Además de habilidad para el equilibrio, requiere inveterada confianza.
A pesar de que la Anatevka en la que moraba no era un lugar fácil. En la ensayística tampoco faltó la admiración del shtétel. Aludo ahora al libro clásico sobre el tema: La Tierra es del Señor de Abraham Joshua Heschel, uno de los teólogos más notables del pensamiento judío en el siglo XX. A fines de los años 40 Heschel escribió dos libros. Uno es el arriba mencionado, que nació bajo la forma de una conferencia en ídish en el YIVO de Nueva York en 1945, y fue publicado al año siguiente como Der Mizrakh–Eyropeisher Yid (“El judío de Europa Oriental”). El otro, que vio luz en hebreo, se tituló Pikúaj Neshamá, “la protección del alma”.
Ambos respondían a sendos eventos, los dos más trascendentales de la historia judía: la Shoá y el renacimiento de Israel. No fue casual la sucesión de estos dos libros, ni el idioma elegido en cada caso. Heschel explora un mundo destruido, como testigo que venera un pasado que jamás regresará. Fue miembro de una generación que se desencantó de la Ilustración, y que mantuvo la llave de la continuidad judía para transmitirla a la generación siguiente. Menciona a tres personajes como pilares en la cultura de Ashkenaz: Rashi, Judah Hejasid y el Baal Shem Tov.
Los tres democratizaron un aspecto de la vida judía, respectivamente el libro, la piedad mística y la felicidad. Dice Heschel del tercero de ellos, el padre del jasidismo: “Cuando vino Rabí Israel Baal Shem Tov, en el siglo XVIII, bajó el cielo a la Tierra. Él y sus discípulos los jasidim exilaron la melancolía del alma y revelaron la delicia inefable de ser judío”. Parece hablarnos del shtétel, de la verdadera Anatevka en la que las instituciones judías eran la columna vertebral de la vida.
Para Heschel, la esencia del jasidismo era “la libertad de la tristeza”. Su libro, así como el musical de Joseph Stein pueden ser vistos como una reivindicación de los judíos simples, que tan castigados habían sido en las semblanzas literarias que esbozaran Mendele Mojer Sforim y tantos otros.
Heschel logró una apología no ortodoxa del shtétel. No idealizó, pero tampoco intentó ser objetivo, ni completo, ni desinteresado. Veía en ese período de la historia judía una época de oro.
Con todo, muchos judíos escaparon del shtétel a América. Y no huían sólo del pogromo y de la intolerancia, sino a veces también del rebe y del gueto de costumbres. Pero allí se forjó una cultura cuya desaparición en la Shoá dejó al mundo más empobrecido. Porque supieron vivir en comunidad, con un sentido de pertenencia que tanta falta hace en la vorágine de los días que atravesamos.
Febrero 2012.