Señor presidente y autoridades de B´nai B´rith, agradezco la invitación a dirigirme a ustedes esta noche. Cuando uno estudia a fondo el Holocausto ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial no puede evitar pensar que si lo hubiéramos estudiado lo suficiente quizás no hubieran ocurrido los posteriores genocidios porque no los hubiéramos permitido. Quizás un millón de camboyanos y medio millón de Tootsis estarían vivos. Quizás no hubieran ocurrido Srebrenica o la “guerra sucia”.
En los últimos años ha habido una aceleración en la historiografía de la Shoah gracias a la apertura de los archivos de la ex Unión Soviética, a nuevas técnicas informáticas de investigación y a nuevas víctimas, perpetradores y testigos que están dispuestos a brindar testimonio. Los nuevos conocimientos e interpretaciones sobre el Holocausto que surgen de estas investigaciones han alterado mi tradicional tecno-optimismo. Una de las conclusiones más importantes de los últimos años es que el Holocausto no fue perpetrado por una minoría fanática sino que fue un emprendimiento de masas. Durante mucho tiempo se cultivó el mito de que el Holocausto había sido planeado y ejecutado en secreto por minorías fanáticas altamente ideologizadas sin conocimiento ni participación de la mayoría de la sociedad alemana. Sin embargo algunas investigaciones recientes demostraron que el Holocausto tuvo mucho más perpetradores activos y pasivos de lo que se creía y muchos menos opositores de los que podía haber tenido.
Una de las investigaciones más influyentes fue realizada por el historiador norteamericano Christopher Browning quien investigó la conducta de los integrantes del Batallón Auxiliar de Policía 101. Los miembros de este batallón eran obreros de Hamburgo de mediana edad, muchos de los cuales no eran miembros del partido Nazi. Durante los años de servicio en Polonia este batallón fue responsable por el asesinato de 83.000 civiles judíos. El Batallón 101 es interesante para los historiadores, porque fue uno de los pocos en los cuales el comandante autorizó públicamente a los soldados que lo desearan a no participar de las matanzas de civiles y anunció que quienes lo hicieran no tendrían castigos ni represalias. Sólo 13 de los 500 miembros de este batallón optaron por no participar de las matanzas. La investigación de Browning fue una de las primeras en contradecir el mito predominante hasta la década de 1990 que postulaba que las matanzas habían sido ejecutadas por minorías nazis fanatizadas y por otros que mataban por miedo a los castigos y represalias en caso de negarse. La evidencia de Browning mostró que el involucramiento en las matanzas fue mucho mayor de lo que se pensaba y que muchos crímenes fueron cometidos voluntariamente y no bajo coerción o amenazas.
Después de la caída del Muro de Berlín los historiadores encontraron evidencia incontrovertible de que en el frente ruso y en países ocupados como Ucrania la Wehrmacht había colaborado activamente y en gran escala con las matanzas de civiles judíos. La exposición “Guerra de aniquilación. Los crímenes de la Wehrmacht 1941 a 1944” organizada por el Instituto de Ciencias Sociales de Hamburgo recorrió Alemania a mediados de la década de 1990. Esta exposición, que documentaba gráficamente el involucramiento del ejército en las matanzas de civiles fue removedor para la opinión pública alemana, ya que hasta ese momento la historiografía oficial sostenía que la Wehrmacht era un cuerpo profesional que había combatido respetando las leyes de la guerra y que las matanzas las habían ejecutado las SS y otros cuerpos similares.
Aportes como los de Browning y los del Instituto de Ciencias Sociales de Hamburgo permitieron ubicar históricamente al Holocausto como un emprendimiento de masas, de escala industrial y ejecutado utilizando la más moderna tecnología de la época.
La tecnificación es una de las principales fuerzas de nuestra sociedad. Tendemos a percibirla como una fuerza positiva que nos ha brindado avances humanos, sociales y económicos. Pero las nuevas tecnologías entrañan siempre un potencial dañino. Internet nos permite acceder a Wikipedia, a la Biblioteca del Congreso o al Louvre, pero al mismo tiempo es una plataforma de difusión de pornografía, de odio y de racismo. Los teléfonos celulares nos permiten estar en contacto con nuestra familia o filmar y difundir instantáneamente abusos policiales, pero también son usados para espionaje industrial o como detonadores para bombas. ¿Y qué peligros podemos esperar de la manipulación genética, de la clonación o de la nanotecnología?
Este “lado oscuro de la tecnología” es trascendente porque una vez creado un nuevo conocimiento, su difusión es irrefrenable, especialmente en nuestra era hiperconectada. Las invenciones, una vez inventadas no se pueden “desinventar” y controlar su diseminación o utilización dañina, es muy costoso. Los esfuerzos internacionales para evitar la proliferación de la tecnología nuclear para uso militar es un ejemplo dramático de las dificultades que existen para evitar que el conocimiento peligroso se difunda. Este pensamiento trastornó el sueño de muchos científicos, desde Fritz Haber, el padre de la Guerra Química, a Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica.
El Holocausto fue un paradigma de los efectos letales del “lado oscuro de la tecnología”. Fue un proyecto de escala industrial que no hubiera podido ser ejecutado sin utilización en gran escala de la más moderna tecnología. Las persecuciones y las matanzas ocurrieron a lo largo de varios años, abarcando decenas de países, idiomas y culturas. Millones de víctimas fueron transportadas miles de kilómetros desde sus lugares de residencia a los de concentración y exterminio. El Holocausto tuvo como escena del crimen un continente entero con millones de víctimas que tenían que ser identificadas, arrestadas, transportadas, despojadas de sus bienes, asesinadas y sus restos eliminados. Cientos de miles de perpetradores tuvieron que ser entrenados, organizados y supervisados para ejecutar actos inmorales, ilegales (bajo la ley internacional ya vigente en ese momento) y de extrema crueldad durante años ininterrumpidamente. La escala es inimaginable. En Treblinka los nazis asesinaron casi un millón de personas en 18 meses, con poco más de 100 funcionarios.
Todo este enorme operativo solo fue posible gracias a la utilización intensiva de la mejor tecnología de la época. Las metáforas visuales del Holocausto son las imágenes más asociadas a la primera y a la segunda Revolución Industrial: trenes, hornos, chimeneas y productos químicos. El régimen Nazi fue incluso pionero en usar las tecnologías de información de la tercera Revolución Industrial. Utilizaron los equipos IBM más modernos de la época para compilar las listas de deportados, un trabajo enorme que por su escala hubiera sido muy difícil de realizar manualmente. Sin estos equipos y sus operadores hubiera sido imposible ubicar y trasladar millones de personas y llevar registro detallado de sus orígenes, familiares y bienes. Muchas menos personas hubieran muerto si esa tecnología de la información no hubiera estado disponible para los perpetradores.
Si como nos muestra la historia del Holocausto la tecnología encierra un potencial amenazante, ¿podemos confiar en que los más educados hagan un uso ético y responsable de la tecnología? La experiencia del Holocausto y de otras tragedias históricas nos obliga a ser pesimistas. Durante el régimen Nazi, profesionales, científicos académicos, artistas e intelectuales de todas las disciplinas aportaron sus conocimientos especializados para la redacción de complejas legislaciones racistas y el despojo de cargos y bienes. Antropólogos, biólogos y psicólogos desarrollaron teorías raciales para brindar una base pseudocientífica a la discriminación legal. Miles de ingenieros y arquitectos colaboraron activamente con los sistemas de clasificación, transporte, reclusión, muerte y cremación de las víctimas. Médicos de todas las especialidades utilizaron sus conocimientos para infligir daño, los maestros se prestaron voluntariamente a discriminar a sus alumnos judíos y los profesores de las mejores universidades observaron pasivamente cómo expulsaban a sus colegas judíos. Los campos de concentración fueron diseñados por doctores. La mitad de los participantes en la conferencia de Wansee en 1942 donde se resolvió la Solución Final tenían PhDs.
¿Cómo justificaron los perpetradores el uso criminal de su conocimiento? Una de las explicaciones fue el “desconocimiento” del fin último para el que sus conocimientos eran utilizados. Ingenieros de empresas como Topf o IG Farben que trabajaban dentro de Birkenau, declararon en los juicios posteriores al fin de la guerra que no sabían para qué se usaban los hornos, las cámaras ni el gas. Una variante de la “inocencia por desconocimiento” fue la “obediencia debida” por la cual militares, policías y profesionales y funcionarios de todo tipo, aún de los rangos más altos, justificaban su conducta criminal aduciendo que se limitaban a cumplir órdenes y que no tenían otra opción que hacerlo.
Una explicación sociológica de la conducta criminal de los cientos de miles de perpetradores y cómplices fue ofrecida entre otros por el filósofo Zigmunt Bauman. Según Bauman la violencia organizada y colectiva del Holocausto debe ser entendida como un fruto de la modernidad y no un temporario retorno al barbarismo primitivo como muchos historiadores argumentaron. Según Bauman muy poca gente está dispuesta a matar personalmente. En cambio si cada acción individual es parte de una larga cadena de acciones, el efecto mediatizador crea una distancia psicológica respecto al acto violento que hace que muchas personas que no estarían dispuestas a dañar a otro directamente se transformen en perpetradores, directos o indirectos, de actos criminales.
Una tercera explicación de la cual su exponente emblemático es Albert Speer, un arquitecto que fue Ministro de Armamento del régimen Nazi, es que la tecnología es neutral. Speer argumentaba que los profesionales se dedican a crear o utilizar tecnología para cumplir ciertos objetivos predeterminados y que no pueden ser responsabilizados si otros utilizan esas tecnologías de formas dañinas. Pero la neutralidad de la tecnología es una coartada moral inaceptable. La historia demuestra que las tecnologías pueden y han sido regularmente usadas para fines dañinos aunque en su origen fueran concebidas para hacer el bien. Esto es algo que sus creadores deben considerar al momento de desarrollar, utilizar y poner en manos de otros sus tecnologías.
Así como todos reconocemos el poder de la educación para transformar las vidas, también debemos considerar la importancia de “la educación del poder”. No me refiero a educar a los gobernantes sino a los más educados porque el poder en la sociedad del conocimiento lo tienen los más educados. Por esta razón las universidades deben asumir la obligación de asegurar que la formación técnica que brindan esté integrada a un conjunto de parámetros éticos que guíen su conducta.
La generación “dotcom” es muy bien intencionada y al mismo tiempo parece inconsciente de los riesgos inherentes a la tecnología, son tecno optimistas sin límites. El slogan de Google por ejemplo es “Don´t be evil” (“No hagas daño”). El documento de lanzamiento en la Bolsa de Facebook dice: “Facebook no fue creado para ser una empresa. Fue creado para cumplir una misión social de hacer el mundo más abierto, más conectado”. La generación “dotcom” no tiene las dudas que tuvieron Oppenheimer o Haber sobre el potencial dañino de sus creaciones. Es más fácil imaginar el potencial dañino del gas venenoso que el del GPS o de la bomba atómica que de la manipulación genética. Pero las violaciones a la privacidad, la destrucción cada vez más remota y cada vez más automática o el perfilamiento genético, son solo algunas de las realidades inquietantes del despliegue global de las nuevas tecnologías.
¿Cómo se enseña la ética de la tecnificación? Es difícil de responder esta pregunta, pero lo primero que hay que reconocer es que hay una ética de lo que no se enseña. Lo que no se enseña dice mucho sobre los valores de una institución o de una sociedad. Sería totalitario tener una respuesta única sobre cómo enseñar lo que en definitiva son valores morales porque hay distintos tipos de culturas, sociedades y disciplinas. Pero tenemos que ayudar a nuestros alumnos a desarrollar una sensibilidad moral sobre por quiénes y para qué fines son utilizados sus conocimientos y sus creaciones tecnológicas. Yo he hablado por ejemplo más de una vez con ingenieros de empresas europeas muy grandes que proveen equipamiento nuclear que directa o indirectamente llega a países como Corea del Norte o Irán y su actitud se parece a la de Albert Speer: “yo hago un trabajo técnico, no es mi responsabilidad quien usa la tecnología que yo creo, vendo o mantengo”.
Concluyo subrayando que el Holocausto es un patrimonio histórico para la educación de la humanidad porque provee un marco para que los alumnos y los ciudadanos examinen sus propios valores y se pregunten cómo actuarían ellos en tiempo de crisis. El futuro de nuestra convivencia en una era cada vez más tecnificada, depende que comprendamos que la historia humana en realidad está determinada por los valores de las personas y en especial por la voluntad de las personas de actuar de acuerdo a esos valores.
Muchas gracias.
Bibliografía
- Bauman, Z. (December, 1988). Sociology after the Holocaust. The British Journal of Sociology, 39(4), pp.469-497.
- Bauman, Z. (1989). Modernity and the Holocaust. Ithaca, New York. Cornell University Press.
- Browning, Ch.R. (1998). Ordinary men: Reserve Police Battalion 101 and the final solution in Poland. New York: Harper Perennial.
- Speer, A. (1970). Inside the Third Reich: memoirs. New York: Simon and Schuster.